miércoles, 2 de noviembre de 2011

La última carta

"Es difícil decidir cómo comenzar esta carta, estamos llenos de sentimientos y son tantas buenas memorias que nos dejaste, que ponerlo en palabras nunca será suficiente para expresar nuestro amor por ti.

Duele que te vayas, pero nos dejas con tantos bellos recuerdos que no borras la sonrisa que siempre dibujaste en nuestros rostros.

Con una simple frase, siempre nos hiciste sentir únicos, pues somos “tus nietos consentidos”. Nos enseñaste las cosas básicas de la vida, como a descifrarla con tan sólo “dos preguntas”, y dejaste todos los consejos para ser bellos: pastillas para la celulitis, para las verrugas, para el cutis, para la pelonera, para las canas y para no hacerte viejo.


Nos enseñaste que “los hermanitos no se pelean”, y aprendimos las reglas de etiqueta de tu mesa: como aventar bolitas de tortilla, y comer moscas y escupir sus alas; que la mesa es sólo para comer, la cama para dormir y el baño para leer el periódico, y cómo olvidar los pajaritos en la cajuela de tu carro y la siesta obligatoria después de comer.


Gracias por aquellos chapuzones en el mar calientito a las seis de la mañana y por aguantar 24 choquecitos a tu carrito de golf, por cada uno de tus nietos, pero, en especial, gracias por escoger a la mejor abuela con la que juntos crearon a la mejor familia... una bola de bribones.


Por todo esto y más, gracias, te queremos, y no te preocupes, que nosotros cuidaremos muy bien de tu novia.


Con amor, tus nietos consentidos".


Esta fue la carta que escribimos mis primos y yo el día que mi abuelo falleció, la última carta que le dedicamos... ese día de ajetreo, de dos vuelos de conexión, de lágrimas, palabras ahogadas, pensamientos perdidos, pero al mismo tiempo, ese día de unión.


Estaba dormida en casa de una de mis tías, había volado un día antes a Tijuana, donde estaba mi abuelo hospitalizado. En punto de las 7 de la mañana, mi radio sonó, desperté de una y no me atreví a contestar, temía escuchar lo que al final escuché... "Tu abuelo acaba de fallecer".


Ahogué un grito, miré por la ventana y tomé aire para armarme de valor y despertar a mis primas para darles la peor noticia de su vida. En esos momentos hubiera preferido no tener voz y no ser yo quien hiciera el anuncio en la casa.


Le llamé a mi madre y a mi mejor amiga para informarles lo que acababa de suceder. Mafer, como siempre, al pie del cañón, se ofreció a hacer mis trámites de titulación y me expresó su apoyo incondicional y su amor de hermana. Mi madre calló por unos minutos y me dijo que buscaría un vuelo para estar conmigo.


Más tarde, divididos en tres equipos, partimos al aeropuerto para volar a Culiacán y velar a mi abuelo en su ciudad natal, donde toda la gente que lo quería esperaba su cuerpo.


Las primeras en llegar fuimos mis primas y yo. Nos dirigimos a la casa en donde compartimos tantos momentos con él. Recorrimos los rincones con la mirada, cada una tenía un recuerdo, un lugar especial, un momento favorito. Sin decir nada, con los ojos llenos de lágrimas y el corazón apretado, caminamos hacia el patio, nos sentamos en unas bancas y esperamos a que llegaran los demás.


Más tarde, llegué a la funeraria con la ilusión de que todo fuera un mal sueño, pero al ver las cientos de coronas de flores de todos tamaños y respirar esa tristeza colectiva, confirmé que mi abuelo ya no estaba con nosotros.


Durante la tarde, lloramos, reímos, tratamos de olvidar, de recordar, de compartir, de olvidar...


Al día siguiente, antes de la misa, nos reunimos los primos en una sala de la funeraria para hacer una lluvia de ideas, secarnos las lágrimas y decir qué era lo que más recordaba cada uno de él, el gran señor que siempre nos mostró una sonrisa y buen humor, que siempre estuvo disponible para nosotros, para escucharnos, hacernos reír y llenarnos de amor.


"La siesta obligada", dije pronto, "recuerdo que siempre, después de comer, me pedía que nos fuéramos a recostar a su recámara; me aseguraba que estuviera dormido y me escapaba, gateando, en silencio".


Y así, cada uno fue nutriendo la carta que tras dos intentos, una de mis primas terminó leyendo al final de la misa, a la que, sin exagerar, más de cien personas asistieron.


Hoy, a cuatro años de su muerte, lo recuerdo con mucho cariño, lo extraño en muchas ocasiones, lamento haber perdido tanto tiempo lejos, aún me reprocho el no haber estado con él más tiempo.. aún le lloro, a escondidas y en silencio; aún añoro su presencia en días importantes de mi vida,  lamento que no haya conocido a mi hijo, a mi esposo, pero, sobre todo, aún guardo su sonrisa  en mi mente y corazón.

4 comentarios:

  1. Es una carta hermosa, un homenaje sin igual.
    Siento tu perdida. Se ve que eran muy unidos a tu abuelo.
    Abrazos.

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  2. Me hiciste llorar... en verdad que cuesta escribir sobre el gran amor que sentimos por los abuelos y más cuando ellos ya no están y nos dejaron tanto, yo también quisiera que mi abuelo hubiera conocido a mi esposo y a mi hijo, son de las cosas que más quisiera, yo lo extraño a 14 años de su muerte... siempre los vamos a extrañar.

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  3. Puuufff...
    A cada quien se le activan diferentes cosas cuando se lee...
    lo cierto es que leemos para no sentirnos tan solos...
    yo escribí algo asi para mi padre...
    http://gnozin.com/sobremesa/2010/03/08/tu-partida/
    Gracias por compartir...

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